jueves, 23 de agosto de 2012

WELCOME TO POLIGONLAND

Jesusito de mi vida, que eres niño como yo, no permitas que mis ojitos cándidos tengan que sufrir otra vez tan terrible visión.

Dos conceptos que han sido confundidos de forma terrorífica: sensualidad y horterada. Como ejemplo, la escena típica del tanga incrustado y agonizante entre nalgas y pantalón de varias tallas por debajo de lo recomendable por la OMS (y si no es así, deberían plantearlo).

Existía una norma no escrita de buen gusto que venía a decir que si destapas por arriba, cubrieras por abajo. Si llevas una falda tipo "cinturón ancho", viste algo más comedido por arriba, y viceversa. No se trata de mojigatería, todas hemos pasado por la adolescencia y alguna vez hemos cometido ese disgusto para el estómago.

Se trata de buen gusto y de solidaridad con aquellos que compartimos especie.

Entre nosotras, las féminas, pensamos que debemos mostrar cacho para resultar atractivas y deseables. Un error común, pues nos convertimos en una especie de pincho moruno sazonado con escasa tela, no por sentirnos a gusto con nosotras mismas por nosotras mismas, sino simple y llanamente para obtener la aprobación del género masculino.

Un grave error si pensamos en que sólo aumentamos un nivel de exigencia desequilibrado por parte de nuestros opuestos. Como muestra, un botón en forma de anécdota. Real como la vida misma.

El protagonista era el típico sujeto con aspecto de proxeneta de alto standing: una perla para la vista, dicho con todo el sarcasmo, eso sí. Barrigudo, viejo, feo como un demonio cabreado, hortera y de facciones que señalaban un carácter más bien repulsivo (y no, su físico no era para hacerlo despreciable, pero la descripción de este sujeto en tales términos no es baladí).

Conversaba con un amigo, o le supuse tal, y cacé la siguiente frase:

-Era una vaca.

Una risotada celebrando su propia idiotez acompañó mis ganas de darle un recordatorio de su propio aspecto mediante una bandeja de servir (trabajaba de camarera, por aclarar que no llevo una bandeja de metal cuando paseo por la calle).

La reflexión lleva a pensar en que hombres y mujeres que exigen a otros más de lo que se exigen a sí mismos no merecen realmente nuestra atención ni, mucho menos, esfuerzo por agradar.

Cubramos nuestras posaderas, alimentemos nuestra dignidad, y haremos un favor a algunos descerebrados: estimularemos su imaginación. ¿Acaso no es bonito pensar que hacemos un bien por sus neuronas?

Puro amor a la Humanidad. Pero, sobre todo, puro amor hacia uno mismo (también va para los caballeros; ese gayumbo asomando por la cinturilla del pantalón "cagado" produce frigidez permanente).

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