viernes, 14 de septiembre de 2012

PATEEMOS EL CUORE

O "Reivindicando el congelador, ese gran olvidado".

A nadie se le escapa, a estas alturas del cuento, el efecto del capitalismo como generador de una sociedad mercantilista que se extiende hasta las relaciones humanas más básicas.

Tras la engañifa del individualismo se asumen actitudes que pretenden ser opuestas a ese sistema pero, paradójicamente, lo promueven, lo nutren.

La ironía más evidente subyace en que el concepto original del judeocristianismo es el más anticapitalista. Sí, sí, sí, no me peguéis y analizad. Poned en marcha la neurona y el asunto es de una obviedad que pasma.

La familia como tal, sea cual sea la sexualidad, hábitos y costumbres de cada uno de los miembros que la componen, es el sistema más justo, equilibrado, y antimercantilista frente a las actitudes que propugnan su destrucción en pro de pensamientos supuestamente elevados, que no son tales.

El corazón es la parte de nuestro organismo que más sufre y padece estas contradicciones, en una etapa históricamente transitoria que derivará sabrá Dios hacia dónde pero que, como supongo que todos estaremos de acuerdo, salta a la vista. Los esquemas tradicionales no están obsoletos del todo, pero están abocados a una aniquilación evidente.

Mamá trabaja fuera de casa y ha conocido a una mujer que la ha vuelto del revés, mientras papá se ha ido a vivir con otra mujer que le lleva veinte años y tiene dos hijos de su misma edad. Una premisa que no extraña ni debería hacerlo. Es habitual y debe serlo.

La cuestión no está en el hecho sino en el sentimiento. Y ahí va la contradicción.

En nuestra era el ser humano sigue buscando, anhelando, deseando, sentir plenamente esa cosa llamada amor y que pocos conocen.

Muchas personas, de hecho, creen que no existe, confundidos por sus sucedáneos: codependencia, deseo sexual, miedo a la soledad, incluso necesidad... Son tantos los sucedáneos del amor que éste, inevitablemente, se convierte en un gran desconocido e, incluso, se llega a negar su posibilidad.

Todos hablamos del miedo a la soledad, pero nadie menciona los terribles estragos personales que produce el miedo a amar, que oculta el miedo a perder esa falsa libertad que proporciona el individualismo recalcitrante.

Ese individualismo tiende a convertir a los seres humanos en productos de mercado (encuentro algo, pero permanezco a la búsqueda de algo mejor), y, a su vez, unido a esa exaltación peligrosa de la juventud eterna, promueve la negación de un futuro que se debe mirar de vez en cuando.

Siempre me he dicho que no existe peor pregunta en la edad madura, esa que obliga a mirar atrás y surge con un "¿Y si?", que resume las oportunidades que tuvimos y rechazamos imbuidos en un miedo irracional a arriesgar o sacrificar.

Acostumbrados al deseo de obtener sin arriesgar, por la vía fácil, caemos en la boca del lobo de nuestros terrores: no quiero estar solo, por ello alimento relaciones banales, sin sustancia, pero voy picoteando de todo sin saborear ni profundizar, no vaya a ser que acabe sufriendo, porque nada es eterno.

Cuando decimos que algo no será eterno, lo condenamos desde el principio a ser efímero como el rosario de la aurora. Predecimos algo por no pensar en el esfuerzo de mantener y cuidar.

El ejemplo de la planta es una vez más crucial: si no eres capaz de cuidar de una planta, de hacerla reverdecer, de mantenerla con vida, ¿serías capaz de hacerlo con el amor de otra persona? Difícil.

Si siembras con la idea preconcebida de que esa planta morirá, esa semilla no germinará y, si lo hace, será tan endeble que no sobrevivirá.

Y nace una pregunta inevitable: Entonces, ¿para qué sembrarla? Y yo pregunto: ¿Y por qué no?

Los tomates nacen de una planta, así como las flores: unos alimentan, las otras embellecen. ¿Acaso no son razones contundentes?

No hay comentarios:

Publicar un comentario